miércoles, 2 de diciembre de 2009



FECHAS PARA LOS ZAZENKAIS EN LA CALLE DEL ATAJO 2010:

09    enero
06  febrero
20 marzo
24 abril
08 mayo
12 junio





Articulo publicado en la revista “KYOSHO”

de la escuela Sanbo-Kyodan, Japón,

en el nº 335 de marzo/abril 2009.

                    

Mª Carmen Gálvez

Sangha Baika-An


500 años de vida de gracia como zorro


Tenemos el zendo de la Sangha Baika-An en el llamado “Monte de Silencio”. Es un terreno situado al sureste de España, un paraje de 50 hectáreas de árida bellezaza, adentrado entre montes de líneas suaves de escasa altitud y valles poco profundos que rara vez pueden agradecer la lluvia. Poblado de almendros, olivos, encinas y pinos, así como de arbustos como el romero y la albaida que impregnan con su aroma los amaneceres del Monte. En otoño realizamos la recogida de la almendra en un sesshin de samu. El silencio y la fuerza que emana de este lugar conmueve el interior de toda persona que se permita escuchar y acoger lo inefable. Es sencillamente impactante, amablemente salvaje, suavemente sobrecogedor.


Me gustaría contaros lo que vivimos, nuestra maestra Zen, otra discípula, Blanca, y yo un 9 de febrero de 2002 en este amado Monte de Silencio. Lo dejé escrito para mis hermanos de sangha y comienza así:


Esta mañana hemos llegado al Monte desde Madrid, esperando encontrar los almendros en flor, y se ha cumplido nuestro deseo. Por las laderas se veían cúmulos de nieve y el olor era magnífico. A la entrada del camino, cerca ya del pozo delante del cortijo, dos almendros cuajados de flores nos daban la bienvenida formando un arco. Por todas partes la flor blanca y rosada, efímera, purísima. Como contraste, al entrar en la casa, un olor nauseabundo nos aguardaba. Siguiendo el rastro con el olfato llegamos a la chimenea. Carmen asomó la cabeza y dijo: “Aquí está”. Yo también lo hice y vi algo grande y peludo, distinguía dos orejas en la oscuridad, pero no dije nada. Un poco angustiadas por la incertidumbre y el olor espantoso, intentamos bajarlo dando con una escoba, pero aparentemente estaba sujeto a la pared y también existía la posibilidad de que nos cayera encima. Estaba colgado por dentro de la chimenea a dos tercios de altura.


Decidimos intentarlo por el tejado. Desde la chimenea empujaríamos con palos y lo arrojaríamos al suelo. Trepar es el ejercicio físico más divertido que conozco, así que lo hice yo misma. Cuando vi la chimenea desde arriba, comprendí que tenía una rejilla magnifica, abrí un poco un agujero e introduje el palo, que tocó el cuerpo, le empujé con fuerza, pero no cedió. Había un alambre fuertemente atado a la rejilla e intenté desatarlo. ¿Cómo pesaba! Ahí estaba enganchado el cuerpo. Seguí desatando y vi cómo la rejilla estaba levantada por todo un lateral, que unía el yeso a la chimenea: estaba claro, por allí habría pasado.


Por fin, el cuerpo cayó pesadamente, mientras Carmen y Blanca animaban y mandaban energía desde abajo. “Queda lo peor”, me decía mi imaginación, a juzgar por el olor desagradable.


Las tres, ante la chimenea, contemplamos el espectáculo: Un gato montés delgado, largo, a rayas verdes oscuras, cola grande, colmillos afilados y ojos cristalinos, reposaba junto a un zorro marrón rojizo de hermosa cola y pelaje, que mostraba a su vez la dentadura. Los dos cuerpos, muertos de hacía días, estaban abiertos por el abdomen y llenos de gusanos que se movían afanosos en contraste bellísimo con la serena muerte en el rostro de nuestros hermanos. Cayeron juntos con el largo alambre que debió esperarles y les hizo encontrar la muerte en nuestra chimenea, quizás cuando el gato huía del zorro. Carmen y Blanca, con guantes de plástico, les cogieron y metieron en una gran bolsa de basura. Subimos con la bolsa a una ladera alejada de la casa, donde no había árboles. Allí cavamos su tumba y los enterramos juntos, en silencioso respeto. Al final, Carmen dijo: “Quinientos años de vida de gracia como zorro”. En aquél instante, el sol iluminó el cielo azul del Monte con una fuerza especial.


Luego bajamos entre los romeros a limpiar nuestra chimenea con un espléndido fuego, que desinfectara el lugar. Antes de comer quitamos de la chimenea, del comedor y del dormitorio contiguo todos los gusanos.  Fue un samu interminable, pero necesario. Aquella limpieza minuciosa y nauseabunda no me pareció tan desagradable como era de esperar. Gusano a gusano, crepitar de fuego, amoniaco por los rincones – esto era TODO.


Después, el privilegio de lavarnos con botellas de agua calentadas al sol, (la casa no tiene agua caliente) y comer al sol sobre el pozo contemplando las montañas cuajadas de flor, bajo el embrujo de su delicada fragancia: este “milagro de nieve” que sucede solamente unos días al año.


Habíamos viajado desde antes del amanecer. Estábamos agotadas y nos regalamos una siesta. Era imposible conciliar el sueño y, aunque el corazón me latía a galope tendido, me debí quedar dormida, oliendo la flor del almendro. Olfateaba, correteando ladera abajo, disfrutando de mis quinientos años de vida de gracia, perseguí al gato para arrebatarle una presa pequeña. Percibí el efecto de los arañazos. La luna me encontró tendida, comiendo mi presa, lamiendo mis heridas. Me baño en su luz plena, sólo luna, solamente esta única luna. Dime, Carmen: “¿Qué diferencia hay entre limpiar gusanos de los cadáveres de un zorrito y de un gato montés o desvanecerme por el intenso olor de los almendros en flor, traspasada por la luz del sol en el cielo azul del Monte? “La ley de causa y efecto no puede ser oscurecida”, dijo Hyakujo. Nuestro zorrito era el único zorro en el universo, e igualmente nuestro gato montés. Carmen, Blanca y yo somos el único Monte en todo el universo.


Aquél monje del caso 2 de la colección del Mumonkan cayó en el estado de zorro durante quinientas vidas, vivió quinientas vidas de gracia como zorro, y también su vida de monje fue vida de gracia. Nada cambia en nuestro Ser más profundo.


Dueñas de la noche, la luna y las estrellas rutilantes, escuchan impasibles al búho, al zorro, al gato montés, al tejón y al grillo. Celebrando sus vidas efímeras, tan efímeras como las nuestras, a la vez eternamente insondables.